Vigencia y actualidad de Edgar Neville
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Un fotograma de "El crimen de la calle Bordadores"
Puede que las primeras noticias que tuve de Edgar Neville se remonten a una aquellas emisiones dedicadas a la pantalla autóctona que Fernando Méndez-Leite condujo en la antena pública, entre 1982 y 1983, bajo el título de La noche del cine español. No podría asegurarlo.
Lo que sí tengo claro es que fue mi buen amigo el guionista Juan Tébar quien en 1996 me descubrió el verdadero encanto de La torre de los siete jorobados. Dirigida por Neville en el 44 sobre una novela de Emilio Carrere, en sus secuencias -señalaba con tino meridiano Tébar- el casticismo se muestra trufado por la estética de la Universal en su ciclo de terror clásico de los años 30.
Hasta hace unas semanas creí que dicho encanto se reducía únicamente a esta gran película -junto con El sexto sentido (Nemesio Sobrevila, 1929) y Vida en sombras (Lorenzo Llobet Gràcia, 1948)- una de mis favoritas de toda la historia del cine español. Pero estos últimos días, merced a la encomiable programación de 8 Madrid y a un pequeño ciclo que ha dedicado a Neville la bienamada Filmoteca -alabado sea por siempre su nombre- con motivo de la reedición en DVD de La torre de los siete jorobados, he tenido oportunidad de comprobar que ese equilibrio entre lo universal -en la primera acepción de la palabra, no en lo que al nombre del estudio fundado por Carl Laemmle se refiere- y lo castizo es la primera gracia del cine del gran Edgar Neville.
Seguro que ese don de la alternancia -o ambivalencia tal vez sea mejor decir- entre lo propio y lo que es común al mundo entero también tiene mucho que ver con la vigencia y actualidad que al día de hoy se detecta en un realizador tan pretérito como Juan de Orduña, José Luis Sáenz de Heredia o Luis Lucia, tres de los más destacados directores de la pantalla española de su tiempo.
Como cualquiera que miré la foto de esta bitácora comprenderá, eso de la universalidad y el casticismo es algo que a mí me llega a la masa de la sangre. No obstante mis características, fui un niño al que le daba miedo salir de su Madrid natal. Todo era raro fuera de mi ciudad, todo asustaba. Y todavía es ahora, a mis cincuenta y dos años, cuando no he conseguido estar más de tres semanas seguidas fuera de ella.
Que el gran Edgar Neville alardeara de ser británico hubiese sido tan comprensible como que yo alardee de ser madrileño -el buen entendedor sabrá leer entre líneas-. Hijo de un ingeniero inglés llegado a España para trabajar en una fábrica de motores y una condesa española, el cineasta -por referirnos a uno sólo de sus múltiples talentos- podría haberse sentido tan british como los -ponga el lector el adjetivo que quiera- gibraltareños. Pero Neville siempre sintió una fascinación infinita por el Madrid que le vio nacer en 1899 y morir 67 años después. Lo más curioso es que aquel Madrid, el de Carlos Arniches -cuyo hijo, el arquitecto Carlos Arniches Moltó fue amigo de nuestro cineasta-, bajo su mirada pierde ese folclor rancio de las zarzuelas y los sainetes y se observa con el cariño que suscita lo entrañable en la segunda década de nuestro siglo XXI.
Así, en Domingo de carnaval (1945), una intriga criminal ambientada en El Rastro, es un placer ver la plaza del Campillo del Mundo Nuevo, la Ribera de Curtidores con sus charlatanes gritando contra la incultura y el alcoholismo o la misma calle de Carlos Arniches desde la perspectiva de Neville. Esta última precisamente, una de las cuestas más empinadas de mi ciudad si se sube desde la plaza del Campillo..., cuando nos es mostrada en la secuencia en que Nieves (Conchita Montes) va a visitar a la tía abuela de Gonzalo Fonseca (Guillermo Marín), luce con toda esa magia que se me presentan las calles del Madrid de antes de que yo naciera cuando se me muestran a través una mirada lúcida y lo bastante perspicaz como para ver más allá del pintoresquismo, aunque en una primera apreciación sea eso lo que muestra.
Tanto es así que, en el cine de Neville, incluso hago oídos sordos a esas voces engoladas de los actores y los doblajes de los años 40 -lo único que detesto de mi amado cine antiguo- y me quedo con esa maravilla del Madrid pretérito, que, aun siendo más sencillo, apenas difiere de la ciudad de mi vida. Esa conmovedora sintonía es algo que no encuentro en ninguna de las innumerables adaptaciones de La verbena de La Paloma, en los consabidos sainetes de Arniches ni en los comedores de los repugnantes entresijos y gallinejas.
Pero hay más, incluso cuando en El crimen de la calle Bordadores (1946) -que junto a La torre de los siete jorobados y Domingo de carnaval integra su trilogía criminal-, Neville detiene la narración para mostrarnos un numero de la zarzuela Cuadros disolventes, de Guillermo Perrin, Miguel de Palacios y Manuel Nieto, dicha pieza es el chotis Con una falda de percal "planchá", que tantas veces escuché entonar a mi madre, quien a su vez lo había aprendido de mi abuela.
Destacado por esa singularidad de su discurso entre el cine español de su tiempo, Neville es un autor, un auténtico cineasta y no un director profesional de películas. Por lo tanto, nada más lógico su mirada obedezca siempre a las mismas obsesiones. Una de ellas es el Paseo de Coches de El Retiro. En la Plaza del Ángel Caído lo retrata en el comienzo del flashback de El crimen de la calle bordadores para volver al mismo lugar en la primera secuencia de El baile (1959), todo un homenaje a Conchita Montes, la compañera de su vida. Sus descendientes dicen que uno de los espacios más felices de la infancia del realizador fue un palacete familiar en la localidad valenciana de Alfafar. Pero no hay duda de que su paraíso perdido fue ese Madrid de los albores del siglo XX, el de su infancia y el de mi abuela.
Pero ese Madrid, tan castizo como la Plaza de Ramales y la calle de Fernando VII mostradas en las contadas secuencias de exteriores de El Baile, el Paseo de la Virgen del Puerto de La torre de los siete jorobados o incluso el Parque del Oeste sobre el que discurren los créditos de Mi calle (1960), también es universal. Sin ir más lejos, el baile del Parque de La Bombilla de El crimen de la calle bordadores bien podría ser uno de los mostrados por el realismo poético francés de los años 30. O aquel subsuelo del paseo de la Virgen del Puerto de La torre de los siete jorobados, donde no sólo parece habitar ese terror de la Universal al que aludía mi amigo Juan Tébar, sino también ese expresionismo alemán en que tuvo su origen esa mítica estética del estudio de Laemmle. Y esos serenos gallegos, también de El crimen de la calle bordadores, bien podrían ser los gendarmes mostrados por Robert Florey en Doble asesinato en la calle Morgue (1932). Y es universal, por supuesto, ese capricho del destino que determinará la infelicidad del matrimonio de Mercedes en La vida en un hilo (1945), la obra maestra absoluta de nuestro cineasta.
Asimismo, es asombroso que esa ambivalencia entre lo universal y lo castizo del cine de Neville sea extensible a esa distancia que en lo temporal separa a lo pretérito de lo eterno. Deliciosamente nostálgico, el cineasta siempre dirigió su mirada el tiempo perdido. Mi calle es la evocación del paso de los primeros cincuenta años del siglo XX a través de una vía de La Latina; El baile, una comedia sobre un amor que se mantiene incólume frente al discurrir de los días y El último caballo (1950) es todo un homenaje a un mundo en extinción: el arma de caballería.
No obstante esa tendencia a lo pasado, en sus cintas siempre hay algo que es eterno. Para empezar, la belleza de Conchita Montes -uno de los pilares del cine de Neville y una de las actrices más irónicas de toda la historia de nuestra pantalla- es, junto a la de María Rosa Salgado, una de las pocas que también aplaude el canon de nuestros días. Nada que ver con esas mujeres, que hoy se nos antojan tan antiguas, que poblaban la pantalla española de la época. La secuencia de la mascarada de Domingo de carnaval en que esconde sus ojos tras un antifaz es de antología.
Cumple asimismo dar noticia de la crítica que le merece al cineasta la burguesía. Sus costumbres son culpables del desdichado matrimonio de Mercedes, frente a la felicidad que representa la vida bohemia junto a Miguel Ángel (Rafael Durán); sus damas pueden llegar a resultar tan perversas como Mariana (Julia Lajos), dispuesta a entregar a Lola (Mary Delgado) a la trata de blancas en El crimen de la calle bordadores con tal de apartarla de apartarla de Miguel (Manuel Luna). En ambos casos, un sentir mucho más próximo a nuestros días que a aquellos en los que Neville emplazaba su cámara.
En cuanto a los diálogos, una vez superado el engolamiento es fácil volver a escuchar interjecciones tan de antaño como aquel "¡ea!" que decían algunos de mis mayores hace más de cuarenta años. Y sin embargo, son tan ocurrentes y tan vertiginosos como el vacile de toda la vida. Sí señor, pese a estar localizado en el Madrid de hace cien años, hay algo en el cine de Neville que alude al Madrid de nuestros días
Publicado el 21 de enero de 2012 a las 00:15.